Mi hija, que después de ir y venir y mucha lucha nació en un parto vaginal y respetado, la que se pasó los primeros nueve meses de su vida literalmente pegada a mi cuerpo y con mi teta en su boca casi constantemente.
Mi hija, de la que rechacé separarme pues pensé que sus necesidades inmediatas de bebé eran más imperiosas en el momento que las mías de adulta, desde mi capacidad de proyectar en el futuro donde esta etapa ya habría pasado.
Mi hija, que duerme en nuestra cama, entre su madre y su padre, a menudo acurrucada contra nuestros cuerpos y que mama a voluntad durante la noche.
Mi hija, que ha sido incluida en la familia y tenida en cuenta como una más desde el día en que nació. Mi hija, que nos ha acompañado a todas partes y si no ha podido acompañarnos, no hemos salido.
Y de tras fondo, mi hija y yo, hemos tenido que escuchar un millón de veces cómo nunca iba a ser independiente, que estaba criando a un ser parasitario, “enmadrado”:
Mi hija, la que tenía que aprender desde el minuto zero que la vida es dura y hay que saber apañarse por uno mismo (palabras textuales).
Mi hija, la que tenía que dormirse ahogada entre sus lágrimas según los opinólogos, mientras su padre y yo hacíamos nuestras vidas.
Mi hija, la que tenía que dejar de depender de la teta, que sólo era alimento, y buscar consuelo en un trozo de plástico o en un peluche mullido, bien lejos de mi cuerpo cálido, blandito y suave, de mis brazos que gritaban por ella.
Mi hija, que ya no es un bebé, hoy tiene veinte meses .
Mi hija, que con dieciséis meses empezó a ir a la escoleta tres horas al día. En vez de dejarla y largarme a hacer mi vida sin ella, tomamos el tiempo de ir a jugar juntas durante días, hasta que desarrolló la confianza y seguridad necesarias.
Mi hija, la que nunca se ha quedado llorando en una escoleta donde me he asegurado que la traten con el respeto y el amor que merece, como ser humano y como persona maravillosa y valiosa que es.
Mi hija, la que hoy he dejado en la escoleta y ha ido a jugar sin mirar atrás, para acordarse de que nos estábamos despidiendo, venir a mí con sus pasitos pequeños de muñeca, pedirme un beso, sonreírme y volver a jugar con sus amigos.
Mi hija, la que cuando me ve después de una tarde separadas, ya no va directa a la teta. Me da un abrazo, me sonríe, me habla en su idioma. Y después, si le apetece, teta.
Mi hija, la que para ir a dormir ya no se engancha con ansia a la teta y a veces prefiere abrazos, caricias, canciones… Y a veces también teta.
Mi hija, que mientras yo la miro desde el sofá juega en el suelo con sus bloques de construcción, totalmente absorta en lo que hace.
Mi hija, que se hace mayor.
Mis brazos, mi corazón, mis pechos, antes cansados y a veces saturados, pero siempre rebosantes de amor para ella, ahora notan el vacío cada vez más prolongado, y la lloran en un duelo mientras me deslumbra el brillo de las alas que hemos estado (y seguimos) tejiendo para ella.
Mi hija, con toda su vida por delante en la que ella decide sabiéndose ser valioso digno de lo mejor que ésta pueda ofrecerle.
Mi hija, la que cada vez que mire atrás o dude sabrá que nunca se le denegó amor y consuelo.
Mis brazos, mi corazón, mis pechos, que cuando la lloran, saben que mientras fueron y sigan siendo necesarios no perderán ni una oportunidad de albergar el tesoro más preciado.
Mi hija, mi vida, mi amor.